En 1910, el bacteriólogo alemán Paul Ehrlich descubrió y patentó la arsfenamina, un compuesto químico derivado del arsénico que se demostró eficaz contra la sífilis y se comercializó durante dos décadas con el nombre comercial de ‘Salvarsán’.
Ehrlich, que por aquella fecha ya había recibido un premio Nobel por sus investigaciones con las vacunas, tuvo un enorme influjo sobre la farmacología del siglo XX gracias a su aportación de la “bala mágica”: es decir, un compuesto farmacológico, que apunta de forma específica a un patógeno particular sin causar daños al cuerpo del huésped.
El ‘Salvarsán’ fue, por derecho propio, el primer medicamento eficaz basado en la hipótesis de la “bala mágica” y salvó millones de vidas en Europa hasta la introducción de la penicilina, descubierta por Alexander Fleming dos décadas más tarde y que resultó más eficaz para esta y otras enfermedades infecciosas.
El eco de aquel descubrimiento -y del concepto de “bala mágica”- llega hasta nuestros días*, si bien cada vez más debilitado: «Desde hace algún tiempo los fármacos selectivos, específicamente diseñados para tocar una sola diana en nuestro organismo, se ha estado comprobando que no funcionan», según explica el farmacólogo Genís Oña, de la Fundación ICEERS, en conversación con Plantaforma.
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